El salmo 41 consiste en la súplica de alguien que está pasando por una etapa de enfermedad. El rey David, como ungido del Señor para guiar al pueblo de Israel, tiene una grave enfermedad, a tal punto que no se sabe si quedará con vida. Sus parientes, amigos y conocidos lo visitan en su lecho de dolor, y al salir dicen: “Una cosa del demonio se ha apoderado de él, así que cuando se acueste, no volverá a levantarse” (Sal. 41:8). Pero David, lejos de imaginarse que esos sean los comentarios de personas que lo estiman y que desean su bien, considera que son comentarios provenientes de la boca de sus enemigos: “Mis enemigos hablan mal de mi, diciendo: ‘¿Cuándo morirá y perecerá su nombre?’ Y si alguien viene a verme, habla mentira; su corazón recoge malas noticias, y cuando sale fuera, lo publica” (Sal. 41:5-6).
La ayuda más importante del que está atravesando un momento de enfermedad es Dios. Porque, para David, hay una situación de pecado que es preciso confesar. Este salmo no dice que la enfermedad del rey se deba a algún pecado que él haya cometido. Sin embargo, dice: “Oh, Señor, ten piedad de mí; sana mi alma, porque contra Ti he pecado” (Sal. 41:4). Dicen las Sagradas Escrituras que “la paga del pecado es la muerte”, sea esta tanto física como espiritual (Romanos 6:23). La enfermedad que el salmista experimenta, habla de la realidad del pecado con que todo ser humano ha venido a este mundo desde su nacimiento (Sal 51:5), incluso tú y yo. Por esa razón, la plegaria de David, que dice “Señor ten piedad” se ha convertido desde el comienzo de la iglesia cristiana en una parte fundamental de la oración y de la liturgia en la adoración pública. Porque cuando la Iglesia recita o canta el “Kyrie eleison” (que traducido del griego significa “Señor, ten piedad”), está reconociendo la necesidad de la presencia y de la salvación de Dios en Cristo.