05 abril, 2011

Cristo, refugio y fortaleza de los oprimidos



Salmo 59
Cierta vez visitamos a una señora mayor en un asilo de ancianos. Estaba recostada sobre su cama, y padecía dolores en su cuerpo. Se la notaba muy mal. De pronto, en cierto momento juntó las manos y comenzó a repetir vez tras vez: “Dios es amor”. Nos quedamos parados en silencio, sin saber qué decir o qué hacer. Con el transcurrir del tiempo, varias veces me pregunté qué habría dicho yo en una situación semejante. Qué pensamientos tendría sobre Dios si hubiera sido yo el que estuviera padeciendo.

En el Salmo 59 es David el que está siendo acosado. Está padeciendo otro tipo de sufrimiento, pero no por ello menos doloroso. David sabe que cuenta con el favor de Dios. También sabe que esos momentos que le tocan vivir no se deben por algún pecado que cometió. Dice: “Sálvame de los hombres sanguinarios… hombres feroces me atacan, pero no es por mi transgresión, ni por mi pecado. Sin culpa mía, corren y se preparan contra mí. Despierta [Dios] para ayudarme” (Sal. 59:2b, 3b-4). Sin embargo, esto no dice nada especialmente importante sobre David. En realidad, dice mucho de Dios. ¿Qué dice sobre Dios? Que el padecimiento en este caso no es señal de su ira, sino de su gracia.

¿Cómo puede ser esto? “Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte”… en Él. Dios se torna presente y significativo en situaciones difíciles de la vida a través de las buenas nuevas del Evangelio. A través de las pruebas, él somete a nuestro viejo hombre, lo mortifica, y fortalece nuestra fe en el consuelo de su gracia. Dios se vale del acoso de sus enemigos contra nosotros para hacer su obra propia en nosotros: llevarnos al refugio seguro de su paternal corazón, unirnos con él. Y todo esto lo realiza el Espíritu Santo, mediante la  Palabra de Dios y la fe, que nos trae a Cristo, y nosotros somos llevados a Él, quien de este modo se torna nuestro escudo y fortaleza.

Pero, ¿escudo y fortaleza contra qué cosas, contra qué enemigo? Dice el rey David: escudo contra “los perros”. Cristo expuso su vida por nosotros, a fin de protegernos de la mordida de los perros. Ellos fueron quienes le arrancaron los vestidos, quienes lo azotaron, quienes lo crucificaron en la cruz. Como dice el Salmo 22:16-17a, “Porque perros me han rodeado; me ha cercado cuadrilla de malhechores; me horadaron las manos y los pies. Puedo contar todos mis huesos”. Y todo esto, Cristo lo hizo por amor de nosotros, y para nuestra salvación, a fin de que tengamos el perdón de los pecados, y la vida eterna.


Hoy Cristo sigue protegiendo a su Iglesia contra los perros. ¿Dónde están estos adversarios? ¿Cómo Cristo nos sigue protegiendo de ellos? El apóstol Pablo dice en la carta a los Filipenses (3:2): “Cuídense de esos perros, cuídense de los malos obreros, cuídense de la falsa circuncisión”; y también (1:27): “Solamente compórtense de una manera digna del evangelio de Cristo, de modo que ya sea que yo vaya a verlos, o que permanezca ausente, pueda oír que ustedes están firmes en un mismo espíritu, luchando unánimes por la fe del evangelio”. Los adversarios de Dios y de su Iglesia, son aquellos que, como Él dice en el Salmo 14:4, “devoran a mi pueblo como si comieran pan, y no invocan al Señor”; son los “falsos apóstoles, obreros fraudulentos, que se disfrazan como apóstoles de Cristo. Y no es de extrañar, pues aun satanás se disfraza de ángel de luz” (2 Co 11:13-14). En última instancia, se trata de satanás mismo, quien con astucias y engaños “merodea buscando qué devorar” (Sal. 59:15). Esto mismo dice el apóstol Pedro en su primera carta. Da algunos consejos para la Iglesia, entre los cuales dice: “Sean de espíritu sobrio, estén alerta. Su adversario, el diablo, anda como león rugiente, buscando a quien devorar. Pero resístanlo firmes en la fe, sabiendo que las mismas experiencias de sufrimiento se van cumpliendo en sus hermanos en todo el mundo. Y después de que hayan sufrido un poco de tiempo, el Dios de toda gracia, que los llamó a Su gloria eterna en Cristo, Él mismo los perfeccionará, afirmará, fortalecerá y establecerá. A él sea el dominio por los siglos de los siglos. Amén” (1 P 5:8-11).

Y David concluye de la misma manera que Pedro, alabando a Dios y con firme confianza en su misericordia: “Porque mi baluarte es Dios, el Dios que me muestra misericoridia” (Sal. 59:17). Cristo nos protege de sus enemigos mediante su santa Palabra y mediante la fe; es decir, mediante la sana doctrina del evangelio de la justificación por fe, sin obras humanas. Más aún: por estos medios, el Espíritu de Cristo obra no solamente la justificación, sino también nuestra santificación. Dios preserva nuestra vida y nuestra salvación mediante el evangelio. Cuando él permite que nuestros enemigos acosen nuestra vida, su propósito es aniquilar el viejo Adán en nosotros, esto es, nuestra carne de pecado, la soberbia, el orgullo; a fin de nuestra confianza continúen puestas en Dios. Y no solamente esto, sino para que Cristo se haga presente en nosotros, se encarne en nosotros, es decir, que se nos concede la gracia no solamente de creer en Él, sino también de ser hechos uno con él en sus padecimientos, de llegar a ser parte de su misma historia de cruz y de resurrección. Así escribe el apóstol Pablo: “De ninguna manera estén atemorizados por sus adversarios, lo cual es señal de perdición para ellos, pero de salvación para ustedes, y esto, [proviene] de Dios. Porque a ustedes se les ha concedido, por amor de Cristo, no sólo creer en él, sino también sufrir por él, teniendo el mismo conflicto” (Fil. 1:28-30a).

Y por eso el Salmista se alegra, porque aún en medio de sus sufrimientos, cuenta con la misericordia de Dios y cuenta con el favor y la gracia de Dios. Pero, al mismo tiempo, clama a Dios por justicia. Pide ser librado de sus enemigos, que ellos reciban el justo castigo por su pecado, pues son enemigos de la sola gracia, de la sola fe, enemigos de la predicación del evangelio. No pide la muerte de ellos, sino que en el tiempo presente sean humillados, “a causa de las maldiciones y mentiras que profieren” (Sal. 59:12). Al mismo tiempo, también clama por un castigo definitivo, “para que ya no existan; para que los hombres sepan que Dios gobierna en Jacob hasta los confines de la tierra” (Sal. 59:13); es decir, David ora a Dios de que este preserve a su Iglesia de toda falsa enseñanza.

Finalmente, el salmista concluye: “Mi Dios en su misericordia vendrá a mi encuentro” (Sal. 59:10). La certeza de la salvación es tan segura para nuestro presente y nuestro futuro, porque está basada en la obra de Cristo, no en mis propias fuerzas o mis propios logros personales: Es él quien vino al mundo para rescatarnos de la muerte y del pecado; es él quien día a día continúa siendo nuestro refugio seguro en donde hallar consuelo y esperanza; y es él quien finalmente volverá otra vez para llevar a la Iglesia consigo mismo, cuando él venga al fin del mundo, y así estemos para siempre con él. Por eso, yo, y también tú, estimado amigo, puedes recitar confiado aun en medio del dolor: Dios es amor. Cristo es mi amparo y fortaleza. Su misericordia vendrá a mi encuentro. Amén.


Adrián Correnti.
05/04/2011.

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